“Para entrar en su gloria era necesario pasar por la cruz”, Misa Dominical

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Después del desierto, en la segunda semana de Cuaresma, la Transfiguración. Cada año, la Liturgia arroja un rayo de luz, antes de pasar por la cruz. En la montaña, en un lugar apartado, donde se manifiesta Dios.

Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros… y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.  En la Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo probado en su fe y en su confianza en Dios.  En el Evangelio se nos narra la Transfiguración del Señor.

En la Primera Lectura se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba. Por eso se le conoce como el padre de todos los creyentes. Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega a la Voluntad de Dios.

El relato de Abrahán da cierta ventaja a los lectores frente al mismo Abrahán, pues desde el primer versículo sabemos que se trata de una prueba: “Dios quiso probar a Abrahán…” A la persona que amamos podemos entregarle lo que más queremos. Abrahán amaba al Señor hasta tal punto que llegó incluso a pensar en ofrecerle su primogénito, el hijo que amaba más que a la misma vida.

Los dioses de la región donde vivía Abrahán exigían sacrificios humanos, especialmente del primogénito. Para Abrahán, siendo un hombre de fe, la petición de Dios no debió resultarle extraña, sino contradictoria, dado que pedía la vida del hijo de la promesa. ¿Qué es lo que realmente quiere Dios? Se trata de una prueba formativa. Dios quiere que Abrahán abandone definitivamente los dioses que exigen la muerte de sus hijos y crea en el Dios que no acepta sacrificios humanos porque es el Dios de la Vida. La fe y la obediencia en este Dios le permiten a Abrahán ganar su vida y la de los demás, una vida bendecida y multiplicada como las estrellas del cielo.

Decía al principio que llevamos ventaja frente a Abrahán, y frente a los que vivieron con Jesús. Sabemos el final de ambas historias. Y en lo alto de la montaña se estaba bien, con Jesús, Moisés y Elías. Pero que muy bien. Pero no es nuestro destino final. Hay más estaciones en el camino. Hay que seguir la marcha. Hemos recibido una vocación. Reconocer la vocación propia puede llevar al temor. Uno siempre se siente indigno, impreparado, incapaz. Pero Dios, lo que quiere, lo hace. Nadie es llamado para disfrutar sólo de Dios. Somos llamados para contar la Visión, pero el día prefijado por Aquél que nos envía. Antes de la cruz, unos pocos vieron la gloria de Dios. A nosotros, la muerte y resurrección de Cristo nos ha dado una “visión superior” del mundo y de la historia. La Luz que nos habita irá poco a poco iluminando el mundo y llenándolo de vida. Sigamos con los ojos abiertos, para no perderla.

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