Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración. Esta vez, de una oración humilde. Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad… pues -como decía Santa Teresa de Jesús- “la humildad no es más que andar en verdad”.
¿Y cuál es nuestra verdad? Que no somos nada… Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios. Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos. ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón? ¿En manos nuestras o en manos de Dios?
Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”. Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc. 18, 9-14), que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.
El mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista. No se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores… pues todos somos pecadores… todos sin excepción.
La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios. Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que Él no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros. Esa “realidad” es nuestra “verdad”.
Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros pecados ante Dios. A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos recordar que cuando hemos pecado, Él está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.
Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7). Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta… sea cual fuere. Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave. O bien un defecto que hay que corregir.
Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa: muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.
Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.
La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada en este tiempo. En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo 137).
Por eso dice el Señor al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su nada). Y lo contrario sucede al que se enaltece. Dice el Señor que será humillado, será rebajado.
Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio. Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios. Y muchos podemos caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de Dios… aún para que nuestro corazón palpite.







