El camino de la Voluntad de Dios, Misa Dominical

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La festividad de los Fieles Difuntos nos invita a pensar en nuestra meta definitiva, después de concluir nuestra pasantía aquí en la tierra, meta de la cual nos habló Jesucristo durante la Ultima Cena, la noche antes de su muerte: “En la Casa de Mi Padre hay muchas mansiones, y voy a allá a prepararles un lugar… para que donde Yo esté estéis también vosotros.  Y a donde Yo voy, vosotros sabéis el Camino” (Jn.14,2-4).

Y ¿cuál es ese “Camino”?  Es el camino de la Voluntad de Dios que nos lleva a ese Cielo prometido.  Consiste en buscar la Voluntad de Dios para mí; es decir, en tratar de ser como Dios quiere que yo sea y hacer lo que Dios desea que yo haga, en preferir la Voluntad de Dios en vez de la propia voluntad, en decir “sí” a Dios y “no” a mí mismo.

Los fieles difuntos que recordamos este Domingo y también durante este mes de Noviembre, son aquellas personas que ya se nos fueron, y que aún no han llegado a la presencia de Dios en el Cielo.

Son almas que han sido fieles a Dios, pero que se encuentran en estado de “purificación” en el Purgatorio, y que necesitan nuestras oraciones durante esa purificación antes de llegar al Cielo.  Por esta razón, en la Iglesia Católica oramos por nuestros difuntos y ofrecemos Misas por ellos. ¿Para qué?  Para aliviarles el sufrimiento durante esta purificación.  (Ver CIC #1031-32 y 2Mac. 12,46)

El recuerdo de nuestros seres queridos ya fallecidos nos invita también a reflexionar sobre lo que sucede después de la muerte; es decir, Juicio: Cielo, Purgatorio o Infierno.

Primero hay que recordar que la muerte es el más importante momento nuestra vida:   es precisamente el paso de esta vida temporal y finita a la vida eterna y definitiva.  También hay que pensar que la muerte no es un momento desagradable, sino un paso a una vida distinta.

Bien dice el Prefacio de Difuntos: “la vida no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna”

También hay que pensar que la muerte no es un momento desagradable, sino un paso a una vida distinta.  Por tanto, no hay que temer la muerte.  Y esta afirmación se basa, no sólo en la enseñanza de la Iglesia, sino en los múltiples testimonios de aquéllos que dicen haber pasado por el dintel de la muerte y haber regresado a esta vida.

Sabemos que fuimos creados para la eternidad, que nuestra vida sobre la tierra es pasajera y que Dios nos creó para que, conociéndolo, amándolo y sirviéndolo en esta vida, gozáramos de Él, de su presencia y de su Amor Infinito en el Cielo, para toda la eternidad… para siempre, siempre, siempre…

De las opciones que tenemos para después de la muerte, el Purgatorio es la única que no es eterna.  Las almas que llegan al Purgatorio están ya salvadas, permanecen allí el tiempo necesario para ser purificadas totalmente.  La única opción posterior que tienen es la felicidad eterna en el Cielo.

Sin embargo, la purificación en el Purgatorio es “dolorosa”.  La Biblia nos habla también de “fuego” al referirse a esta etapa de purificación: la obra de cada uno vendrá a descubrirse.  El día del Juicio la dará a conocer… El fuego probará la obra de cada cual …  se salvará, pero como quien pasa por fuego” (1a. Cor. 3, 13-15).

Y nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Los que mueren en la gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo.” (#1030)

La purificación es necesaria para prepararnos a la “Visión Beatífica”, para poder ver a Dios “cara a cara”, porque “nada impuro puede entrar” (Ap 21, 27).  Sin embargo, hay algunos que no han pasado por el Purgatorio: todos los santos – los canonizados – y otros cuantos santos anónimos.

¡Es posible llegar al Cielo directamente!  Y, además, es deseable obviar el Purgatorio, ya que no es un estado agradable, sino más bien de sufrimiento y dolor, que puede ser corto, pero que puede ser también muy largo.

Por eso es aconsejable aprovechar las posibilidades de purificación que se nos presentan a lo largo de nuestra vida terrena, pues el sufrimiento tiene efecto de purificación.

Al respecto nos dice San Pedro, el primer Papa: “Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos… Por esto debéis estar alegres, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir varias pruebas.  Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego… hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas” (1a.Pe. 1, 3-9).

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