Fiesta de la Divina Misericordia, Misa Dominical

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El Evangelio de este Domingo 2º de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia, nos relata una de las apariciones de Jesús a los Apóstoles, después de su Resurrección.  Sucedió que se encontraba ausente Tomás, uno de los doce (cf. Jn. 20, 19-31).  Y conocemos la historia.  Tomás no creyó.   Le faltaba ¡tanta! fe que tuvo la audacia de exigir -para poder creer- meter su dedo en los orificios que dejaron los clavos en las manos del Señor y la mano en la llaga de su costado.

Terrible parece esta exigencia.  Y, nosotros, los hombres y mujeres de esta época ¿no nos parecemos a Tomás?  ¿No creemos que toda verdad para serlo debe ser demostrada en forma palpable, comprobable, experimentable… igual que Tomás?  ¿No tenemos como único criterio de la verdad nuestro discernimiento intelectual?  ¿No damos una importancia exagerada a la razón por encima de la Palabra de Dios y las verdades de la Fe?  ¿No llegamos incluso a negar la autenticidad de la Palabra de Dios y de esas verdades?

¿No podría el Señor reprendernos igual que a Tomás?  “Ven, Tomás, acerca tu dedo… Mete tu mano en mi costado, y no sigas dudando, sino cree”.  ¡Cómo quedaría Tomás de estupefacto!  Fue cuando brotó de su corazón aquel: “Señor mío y Dios mío” con que hoy en día alabamos al Señor en el momento de la Consagración.  Sin embargo, Jesús prosigue, reclamándole a Tomás y advirtiéndonos a nosotros: “Tú crees porque me has visto.  Dichosos los que creen sin haber visto”.

San Juan, Apóstol y Evangelista, es quien nos da más detalles acerca del amor a Dios y el amor al prójimo.  Muchas veces se resalta que quien dice que ama a Dios y no ama al prójimo, miente.  Pero en este trozo de su Primera Carta, San Juan nos da la otra cara de la misma moneda: “Cuando amamos a Dios y cumplimos sus mandatos, tenemos la certeza de que amamos a los hijos de Dios.  Porque guardar los mandatos de Dios es amar a Dios”.

Es decir, para amar a nuestros hermanos, hijos de Dios como nosotros, hemos de amar a Dios primero.  Y amar a Dios es complacerlo en cumplir lo que El nos pide en sus mandatos.  Así, amando a Dios, amamos también a los hijos de Dios.

Ese amor a Dios con el que nos amamos entre nosotros es lo que hacía que los primeros cristianos vivieran un verdadero espíritu de comunidad, como nos lo narra la Primera Lectura (Hech. 4, 32-35).

¿Qué es lo que distingue a una verdadera comunidad?  Nos lo dice elocuentemente esta Lectura: el tener “un solo corazón y una sola alma”.   Es decir, tener un mismo pensar y un mismo sentir.

Una verdadera comunidad no se logra con técnicas de dinámica de grupo, ni con aplicaciones de la psicología al funcionamiento de un grupo determinado.  La comunidad no la podemos hacer por nosotros mismos, pues quien la hace es Dios, dándole “un solo corazón y una sola alma”.   Y es Dios Quien crea en medio de la comunidad un mismo sentir y un mismo pensar, cuando las personas se entregan a El, a amarlo primero a El, haciendo lo que El desea y pide.  Es el amor a Dios fluyendo entre las personas lo que hace “comunidad”.

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