Las Lecturas de este último Domingo antes de la Navidad nos invitan a ir considerando la ya inminente venida del Salvador, en su nacimiento en Belén.
La Primera Lectura (Is. 7, 10-14) nos habla del anuncio del Profeta Isaías en un momento particularmente difícil del pueblo de Israel. El Rey Acaz no quiere obedecer al Profeta para enfrentar la situación en que se halla el pueblo: “Pide a Yavé tu Dios una señal”, le indica el Profeta. Pero el Rey, dando una excusa aparentemente piadosa, prefiere continuar con la decisión que ya había tomado: solicitar la ayuda de los Asirios para enfrentar al Reino del Norte.
Ante la desobediencia del Rey, el Profeta Isaías reprocha y responde: Estos descendientes de David no les basta con cansar a los hombres, sino que ahora también quieren cansar a Dios. Otro será el descendiente de David que traerá la salvación al pueblo: el Mesías. Pero ese descendiente nacerá en la pobreza (cf. Is. 7, 15). Y la política absurda del Rey Acaz y sus sucesores va a traer la ruina total del país (cf. Is. 16-17).
Como el Rey Acaz no quiso pedir una señal para saber los deseos de Yavé en esta coyuntura política, el Profeta anuncia que Dios sí dará una señal: la venida del Mesías prometido desde el Génesis.
“El Señor mismo les dará una señal: He aquí que la Virgen concebirá y dará luz a un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”.
Esa señal sucederá 700 años después del Rey Acaz y del Profeta Isaías. Nos viene en el Evangelio de hoy (Mt. 1, 18-24), en el que San Mateo confirma esta importantísima profecía de Isaías acerca de la concepción y el nacimiento del Mesías, al narrar cómo sucedió la venida de Jesucristo al mundo, y concluyendo que todo esto sucedió así precisamente “para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del Profeta Isaías”.
En general las Lecturas de hoy nos hacen ver la procedencia humana y la procedencia divina del Salvador. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Así nos lo indica San Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 1, 1-7): “Jesucristo nació, en cuanto a su condición de hombre, del linaje de David, y en cuanto a su condición de espíritu santificador, se manifestó con todo su poder como Hijo de Dios, a partir de su resurrección de entre los muertos”.
Esta cita de San Pablo nos recuerda cómo se realiza el misterio de la salvación. Con la Encarnación del Hijo de Dios en la Virgen anunciada por Isaías, con su nacimiento en Belén, con su Vida, Pasión, y Muerte, culminando en su Resurrección gloriosa, se realiza el misterio de la salvación del género humano. Y punto focal de ese ciclo de nuestra redención es precisamente la Natividad del Hijo de Dios que se había encarnado en el seno de María Virgen.
Todo un Dios se rebaja de su condición divina -sin perderla- para hacerse uno como nosotros y rescatarnos de la situación en que nos encontrábamos a raíz del pecado de nuestros primeros progenitores. El viene a pagar nuestro rescate, y paga un altísimo precio: su propia vida. Pero para poder dar su vida por nosotros, lo primero que hace es venir a habitar en medio de nosotros, al nacer en Belén.
¡Qué maravilla el milagro de la Encarnación! En Jesucristo se unen la naturaleza divina con la naturaleza humana, pero esto, sin que ninguna de las dos naturalezas perdiera una sola de sus propiedades.
Jesús, como Dios, al que llamamos el Verbo, siempre ha sido Dios. Pero en un momento hace más de 2000 años ese Dios Verbo, se hizo también Hombre, tomando el nombre de Jesús. Y vino a nosotros para mostrarnos cómo es El y para señalarnos el camino por el cual es posible llegar a Él. Para eso Dios se hizo Hombre en Jesucristo.
Celebremos la Navidad, pues, pero que el ambiente festivo no nos aparte del verdadero sentido de la venida de Jesús: seguirlo e imitarlo a Él, para prepararnos para su Segunda Venida.







